Las 49 + 1

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Ultima serie de 50 obras sobre los Chakras

martes, 8 de abril de 2008

MI VIEJO Y YO


La relación con mi papá siempre fue difícil. Hombre de pocas palabras y de un arrasante sentido del humor, lo perdí cuando estaba empezando a conocerlo. Esperé toda una vida para conocerlo, creyendo en la ilusión de que los padres viven para siempre, los que mueren son siempre los padres de los otros. En la foto, mi viejo y yo en Parque Patricios, en 1958; yo tenía dos años. El primer capítulo de "Un viaje circular" está dedicado a él, aquí, un fragmento sobre sus últimos días:

Sanatorio Güemes, Marzo del 2000

- Che pa!, - le dije y mi papá giró su cabeza hacia mí y me miró como si nunca antes me hubiese visto. En su cara había sorpresa, a la que siguió una sonrisa de oreja a oreja. Su expresión me desconcertó, era como un reconocimiento súbito, el ver a alguien a quien hacía mucho no se había visto. Tal vez sintió que su retracción de la realidad le hizo perder lazos en algún punto y ahora me recuperaba. Tal vez me estaba viendo como nunca antes me había visto o simplemente sería que nunca antes me había dirigido a él en esos términos?

Nunca antes muchas cosas: nunca antes le había tomado y acariciado la mano, nunca antes le había cubierto la frente de besos, nunca antes había peinado su blanco pelo. Nunca antes habíamos estado tan cerca. Nunca antes se había abierto esta corriente de franca emoción entre nosotros. Y no era porque no hubiese amor, todo lo contrario. A pesar de nuestras diferencias a lo largo de toda nuestras vidas habíamos sobrevivido como padre e hijo. Las revueltas adolescentes no habían dejado marcas. Los dos habíamos crecido, madurado en nuestros roles y ahora estábamos en el punto más maduro de nuestra relación, ahora que iba a perderlo.
Nunca hablamos mucho, papá era más bien silencioso. Si hablaba era para decir algo inolvidable. Poseía un sentido del humor corrosivo y avasallante. No perdonaba a nadie. Hasta la situación más terrible daba lugar a un comentario desopilante.
Ese humor fresco, espontáneo, sagaz, siempre se lo envidié. Yo adopté una visión más tenebrosa de la vida, en consonancia con la que siempre tuvo mi mamá.
Hasta en la cama del sanatorio había lugar para bromas, lo que tal vez le ayudaba a mitigar el dolor psíquico.
Físicamente papá sufría poco, los calmantes lo mantenían controlado. Pero psíquicamente su dolor no tenía parangón. Y yo lo entendía y sufría con él y por él.
Un hombre que siempre había sido activo, aún en su octava década de vida, a punto de ser derrotado por un cáncer.
Un hijo al que siempre había protegido del dolor, a punto de experimentar uno de los máximos dolores que puede enfrentar un ser humano y contra el que no valdría protección alguna.
No había funcionado ningún tratamiento y su cuadro parecía empeorar semana a semana. En poco tiempo se convirtió en un frágil bebé, que usaba pañales y al que debía dársele de comer en la boca.
Qué triste que es ver a un ídolo caído a la vera de su pedestal.
Recuerdo que durante ese período yo casi no podía dormir de noche, la imagen de papá muriendo no me abandonaba y pasaba las horas sumido en una profunda desazón. No podía creer que iba a haber un día, pronto, en el que ya no iba a estar más, al menos físicamente. Nunca más, eso era lo más angustiante. Su muerte próxima me estaba ayudando a poner mi propia vida en perspectiva, mis limitaciones, mi finitud, mi frágil humanidad. Nada de lo que parecía importante en realidad lo era, ante la muerte todo cesa, es el único imposible de nuestra existencia.

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