Las 49 + 1

Las 49 + 1
Ultima serie de 50 obras sobre los Chakras

lunes, 28 de septiembre de 2009

POR FIN... TE ESTARÉ ESPERANDO






“Te estaré esperando” le dijo ella. “Hoy estoy vestida de azul, pero puedo mutar en lo que desees, para que la brisa que generan tus movimientos me lleven de viaje al lugar del que no se vuelve”.
Y así comenzó una espera sin fin. El tupido follaje exterior se convirtió en vestidos ocres, que se deshilacharon hasta dejar al desnudo los cuerpos de las plantas y árboles. Su gris desnudez tiñó de melancolía la espera. El lugar del que no se vuelve estaba cerca, una inmensidad blanca, vacía, expectante. En algún momento fue acariciada por una mano que bebió su textura, las yemas de los dedos danzando sobre la superficie, imaginando posibles mundos… pero allí quedaba todo, él no estaba preparado aún. Había regresado de otro viaje, se había llevado sus colores y había vuelto solo, sin ellos, que desde alguna trastienda lejana reclamaban la ternura de su mirada.
Y ella esperó y esperó. Cada tanto él aparecía, la miraba, miraba luego la superficie blanca y se desplomaba en una silla, con la cabeza sostenida por sus manos y así se quedaba, en silencio, en una comunión consigo mismo incomprensible para ella, que solo quería viajar al lugar del que no se vuelve.
Pasaron más y más días, tal vez meses y el seguía subiendo al estudio sin lograr entrar en acción. Pasaba largas horas en silencio, mirando el vacío.
Claro, con el paso del tiempo ella se había secado y endurecido, pero aún poseía un aliento vital que le permitía ser testigo de esa absurda inacción. Afuera, mientras tanto, los árboles y las plantas habían vuelto a vestirse de un verde dinámico y vital, flores multicolores comenzaron a aparecer por todas partes y por las mañanas, el sol calentaba ese pequeño paraíso, reflejando sus rayos en el piso del estudio.
Pasó todo un verano y una noche, inesperadamente, él irrumpió como poseído por una fuerza que no podía controlar y casi con desesperación, tomó un pincel, aquel al que ella le había hablado hacía tantos meses. Lo miró, lo puso contra su pecho y a su mente acudieron imágenes que solo él podía ver: un ritual que había llevado a cabo en cada muestra, enterrar un pincel a orillas del río que atravesaba tal o cual ciudad. Así, pinceles habían quedado en Pavía, en Delft, en Praga, en Londres… pero éste era un pincel nuevo, vírgen.
Ella, aún vestida de un azul ennegrecido, observó como las fránticas manos de él colocaban un naranja a su lado y parado frente al lugar del que no se vuelve, trazaba unas líneas al azar con una carbonilla. Luego, tomando el pincel y hundiéndolo en el naranja, dio el primer toque de color.
Ella se iluminó de emoción, y aunque seca, vibró al son de ese naranja, que en generosas cantidades era transportado a un espacio que había dejado de ser blanco. Allí, acabó la espera, la vida / el atelier - había vuelto a ser lo que había sido durante tantos años, una maternidad de luz.

Luego de 7 años fuera del circuito de arte de Buenos Aires, regresé el 22 de septiembre con "Te estaré esperando", 16 obras con textos de diversa extensión. Un reencuentro con parte de mí mismo, con gente que me estaba esperando, pero fundamentalmente, con el arte, con su poder sanador, reparador, contenedor. Una experiencia única, volver a verme en las paredes, en los ojos de los otros, en sus emociones. Gracias a todos los que visitaron!

domingo, 9 de agosto de 2009

UNA PARTICULAR HISTORIA DE AMOR




Cuando tenía 10 años aproximadamente, una tarde me llevaron a caminar por Florida, había una feria de editoriales y me paré, casi instintivamente, en el stand de una editorial que publicaba guiones de cine. Siempre me había gustado el cine, recuerdo las funciones de los miércoles en el Cine Rivas, de Parque Patricios, donde daban tres películas en continuado y, a veces, hasta número vivo!!!
Solía recortar los afiches de cine que salían en el diario y luego las críticas de los estrenos y así, a partir de 1969 empecé a armar carpetas que hoy son material histórico de una época que ya no lo será más. Fundamentalmente porque la mayor parte de los cines han cerrado y la gran época de oro, con los grandes, se ha ido terminando, muertos Bergman, Fellini, Visconti, Tarkovsky, que nos queda...
De chico, muy chico, mis padres me habían regalado un proyector CINEGRAF, que aún conservo, allí, con papel manteca, creaba mis propias películas y sentaba a mis amigos a verlas. Eran, por lo general, historias de terror, imaginadas a partir de mis tempranas lecturas de Edgard Allan Poe y las historias de Narciso Ibañez Menta en televisión.
En fin, mi papá, siempre atento a mis gustos, me dio la sorpresa de regalarme esa colección de guiones de tapa blanca que había visto en la calle Florida.
Vinieron envueltos en papel madera y cuando abrí el paquete, me encontré con una pila de guiones de Fellini, Buñuel, Visconti, Passolini... los devoré, sin entender mucho, ya que era muy jóven. Hacia mis 14 años, peinado con gomina y vestido de traje, me presentaba en las boleterías de los cines y compraba entradas para ver las películas de esos guiones que había leído, en ese momento, todas prohibidas para menores de 18 años. Al entrar al cine, el olor de la sala, las butacas, la oscuridad, el telón, las copias con saltos, todo era parte de la magia y alli comenzo una de las más largas historias de amor de mi vida.

miércoles, 4 de febrero de 2009

LECCIONES DE LA NATURALEZA






Hace un par de semanas, dos pichones de gorrión cayeron en mi terraza. Allí estuvieron más de 20 días, durante los cuales, su padre no dejó de aparecer en ningún momento para alimentarlos. Ese cuidado, de naturaleza instintiva, pero tan contrastante con las actitudes que a veces se ven en padres humanos, me llevó a escribir una historia sobre estos dos pichones desprotegidos que aprendieron a volar en mi casa y que me dejaron una lección.

EL NIDO

Era una tarde ventosa. Severino, el gorrión padre había hecho denodados esfuerzos para que el nido con la cría no cayera del codo de la chimenea que pendía sobre una alta medianera y que el viento agitaba como una bandera.
La madre, Adela, protegía con su cuerpo a los dos pequeños pichones de gorrión que no paraban de piar, la tarde estaba demasiado tormentosa para salir a buscar comida. Hacía meses que la chimenea, que había sido un cálido refugio para toda la familia, se había desmembrado, quedando su codo colgando sobre el vacío.
Una ráfaga furiosa agitó el codo de tal forma que Adela, con su ala, sujetó a los pichones antes de que el nido se desplomara a toda velocidad sobre la terraza de la casa de al lado.
Ambos padres hicieron todo lo que es gorrionamente posible para mantener a su cría en el codo de la chimenea, de tal forma que no cayesen también, pero los esfuerzos fueron infructuosos y primero cayó Adalberto, el mayor, y a él le siguió Piquito, el menor.
Ninguno de los dos pichones entendió que sucedía, de pronto el calor del nido, mamá, papá, ya no estaban. Se encontraban en un espacio abierto y extremadamente frío. Piando desesperadamente, miraron a su alrededor y comenzaron a dar saltos pequeños para explorar el nuevo territorio.
De vez en cuando, una hoja les caía encima y les daba la sensación de que los iba a aplastar, pero esto solo era una sensación, las hojas no podían lastimarlos, las hojas eran parte de la naturaleza y la naturaleza los iba a proteger.
En esta terraza había flores de todos los colores, aunque no deseaban aventurarse más allá del lugar en el que habian caído, estaba anocheciendo y a pesar del hambre sería conveniente encontrar un buen lugar donde dormir.
Adalberto vió dos ladrillos sobre los que apoyaba una inmensa planta, parecida a un pequeño árbol, los ladrillos estaban colocados de tal forma que creaban una suerte de corredor en el que seguramente estarían protegidos. Y allí, pasaron su primera noche.

A la mañana siguiente, los despertó el piar del padre, que traía el desayuno en su pico. Ambos salieron apresuradamente, batiendo sus todavía precarias alas de forma desesperada, a su turno, cada uno recibió el tan esperado alimento. La ceremonia se repitió varias veces durante todo el día, aunque notaban que su padre se manejaba con mucha precaución. Parece que el lugar estaba habitado por humanos, que salían en puntas de pie a observarlos y dejaban migas de pan sobre la mesa de la terraza.
Adalberto era el más aventurero de los dos, también el de mayor tamaño. Su hermano solo daba pequeños saltos y al menor ruido, se ocultaba detrás de las macetas.
Y así transcurrieron varios días, como los gorriones no saben contar no podrían haber sabido cuantos, pero en ningún momento se sintieron abandonados. El padre bajaba a la terraza con alimento varias veces al día. Al anochecer, se retiraba a su chimenea y los dos pichones buscaban alguna cómoda planta en la que dormir.
Una mañana, Adalberto, luego del desayuno, decidió probar si podía volar. Dio un par de pequeños saltos y se posó en la rama de un malvón, de allí, saltó a una rama más alta de la misma planta hasta pegar un salto aún mayor y terminar en la rama de un laurel. Desde allí vió a Piquito y le gritó: “Dale, dale, es fácil.”
Piquito lo miró desconcertado. El suelo se sentía tan seguro, ¿Por qué volar?
Adalberto voló hasta el lado de su hermano y le preguntó que le pasaba.
- Tengo miedo – dijo Piquito
- Somos gorriones, y nuestro destino es volar – le espetó Adalberto.
- Ya lo sé, pero igual tengo miedo. El espacio es demasiado inmenso. Acá se está bien. Los humanos casi no salen y hasta descubrí que tienen dos gatos a los que no dejan salir porque saben que nos comerían. Me gusta esta seguridad.
- Piquito, no podemos quedarnos a vivir acá. Nuestra naturaleza está en el vuelo, en la libertad del vuelo. Nuestro padre nos sigue alimentado, pero ¿hasta cuando? Tenemos que aprender a encontrar nuestra propia comida, a experimentar nuestra propia libertad. El cielo es nuestro.
Piquito lo miró pensativo y luego de un rato le dijo: “Tal vez, pero aún no estoy listo, mis alas son muy pequeñas y acá se está bien.”
Adalberto sintió que no podría hacer nada para convencer a su hermano así que decidió seguir con su práctica de vuelo, que cada vez lo llevaba más y más alto.
Todos los días, el padre bajaba a alimentar a Piquito y Adalberto, ya experimentado en las artes del vuelo, se posaba sobre una de las paredes de la terraza y miraba cómo su hermano era alimentado por su padre, y pensaba “así no va a crecer nunca, espero que la naturaleza, con su sabiduría, sepa qué hacer con él.”
Y de hecho, la naturaleza intervino una noche, con una torrencial lluvia y vientos que tomaron a Piquito desprevenido, tanto, que la rama del laurel donde estaba durmiendo lo expulsó hacia el vacío, del otro lado de la pared de la casa. En caída libre, Piquito aterrizó sobre la base del árbol que estaba frente a la casa y allí buscó protección bajo una inmensa hoja hasta que pasara el temporal. Su corazón latía con fuerza, casi casi se había visto obligado a volar, muy a pesar suyo.
A la mañana siguiente, los rayos del sol lo despertaron, estaba empapado y comenzó a piar. Así estuvo varias horas, ya que su padre lo buscaba en la terraza, por precaución, nunca se aventuraba a volar a ras del suelo.
Los dueños de la casa, que también habían buscado a Piquito por toda la terraza, estallaron de alegría cuando lo vieron posado sobre una rama en el cantero del árbol. Enseguida aparecieron con migas de pan, avena y pasas de uva trituradas. Piquito comió abundantemente y se sintió contento en su nuevo espacio, aunque ruidoso y concurrido, era un paso más hacia su inevitable independencia.
Esa noche, ni bien cayó el sol, se aprestó a dormir, tal vez, al día siguiente, trataría de volar y ver hasta donde llegaba.
Por la mañana, lo despertó el piar de su padre, contento de haberlo encontrado sano y salvo. Le traía el desayuno y Piquito movía sus alas más que nunca, como queriendo indicar que el gran momento se estaba acercando.
Esa noche, mientras se acomodaba en la rama de costumbre, pensó que si el destino de un gorrión es volar y ser independiente, entonces no había que resistirse, tal vez, hasta le gustase.
Ni bien despuntó el sol, sin desayunar siquiera, pegó un salto, y otro, y otro, cada vez más y más alto, hasta que algo lo impulsó hacia arriba – ya estaba volando, así, casi sin proponérselo.
Miró hacia atrás mientras el torbellino de aire tibio lo hacía ascender y vio la terraza donde había pasado tantos días tranquilos, luego, el árbol frente a la casa, la preparación para este momento y se preguntó por los humanos que allí vivían y que, de alguna manera, lo habían protegido.
Pero no había que mirar atrás, sino adelante, a todos los desafíos que le esperarían en su relativamente larga vida, crecer, conocer el amor, tener su propia cría, darles de comer, verlos aprender a utilizar sus alas para, un día, dejarlos ir.
El aire matinal estaba fresco, Piquito se dejaba llevar, planeando cuando una corriente de aire le era favorable y de pronto, el azul del cielo lo envolvió, lo cobijó, lo acompañó, lo serenó y le permitió experimentar aquello a lo que tanto miedo le había tenido: la libertad.