Las 49 + 1

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Ultima serie de 50 obras sobre los Chakras

miércoles, 4 de febrero de 2009

LECCIONES DE LA NATURALEZA






Hace un par de semanas, dos pichones de gorrión cayeron en mi terraza. Allí estuvieron más de 20 días, durante los cuales, su padre no dejó de aparecer en ningún momento para alimentarlos. Ese cuidado, de naturaleza instintiva, pero tan contrastante con las actitudes que a veces se ven en padres humanos, me llevó a escribir una historia sobre estos dos pichones desprotegidos que aprendieron a volar en mi casa y que me dejaron una lección.

EL NIDO

Era una tarde ventosa. Severino, el gorrión padre había hecho denodados esfuerzos para que el nido con la cría no cayera del codo de la chimenea que pendía sobre una alta medianera y que el viento agitaba como una bandera.
La madre, Adela, protegía con su cuerpo a los dos pequeños pichones de gorrión que no paraban de piar, la tarde estaba demasiado tormentosa para salir a buscar comida. Hacía meses que la chimenea, que había sido un cálido refugio para toda la familia, se había desmembrado, quedando su codo colgando sobre el vacío.
Una ráfaga furiosa agitó el codo de tal forma que Adela, con su ala, sujetó a los pichones antes de que el nido se desplomara a toda velocidad sobre la terraza de la casa de al lado.
Ambos padres hicieron todo lo que es gorrionamente posible para mantener a su cría en el codo de la chimenea, de tal forma que no cayesen también, pero los esfuerzos fueron infructuosos y primero cayó Adalberto, el mayor, y a él le siguió Piquito, el menor.
Ninguno de los dos pichones entendió que sucedía, de pronto el calor del nido, mamá, papá, ya no estaban. Se encontraban en un espacio abierto y extremadamente frío. Piando desesperadamente, miraron a su alrededor y comenzaron a dar saltos pequeños para explorar el nuevo territorio.
De vez en cuando, una hoja les caía encima y les daba la sensación de que los iba a aplastar, pero esto solo era una sensación, las hojas no podían lastimarlos, las hojas eran parte de la naturaleza y la naturaleza los iba a proteger.
En esta terraza había flores de todos los colores, aunque no deseaban aventurarse más allá del lugar en el que habian caído, estaba anocheciendo y a pesar del hambre sería conveniente encontrar un buen lugar donde dormir.
Adalberto vió dos ladrillos sobre los que apoyaba una inmensa planta, parecida a un pequeño árbol, los ladrillos estaban colocados de tal forma que creaban una suerte de corredor en el que seguramente estarían protegidos. Y allí, pasaron su primera noche.

A la mañana siguiente, los despertó el piar del padre, que traía el desayuno en su pico. Ambos salieron apresuradamente, batiendo sus todavía precarias alas de forma desesperada, a su turno, cada uno recibió el tan esperado alimento. La ceremonia se repitió varias veces durante todo el día, aunque notaban que su padre se manejaba con mucha precaución. Parece que el lugar estaba habitado por humanos, que salían en puntas de pie a observarlos y dejaban migas de pan sobre la mesa de la terraza.
Adalberto era el más aventurero de los dos, también el de mayor tamaño. Su hermano solo daba pequeños saltos y al menor ruido, se ocultaba detrás de las macetas.
Y así transcurrieron varios días, como los gorriones no saben contar no podrían haber sabido cuantos, pero en ningún momento se sintieron abandonados. El padre bajaba a la terraza con alimento varias veces al día. Al anochecer, se retiraba a su chimenea y los dos pichones buscaban alguna cómoda planta en la que dormir.
Una mañana, Adalberto, luego del desayuno, decidió probar si podía volar. Dio un par de pequeños saltos y se posó en la rama de un malvón, de allí, saltó a una rama más alta de la misma planta hasta pegar un salto aún mayor y terminar en la rama de un laurel. Desde allí vió a Piquito y le gritó: “Dale, dale, es fácil.”
Piquito lo miró desconcertado. El suelo se sentía tan seguro, ¿Por qué volar?
Adalberto voló hasta el lado de su hermano y le preguntó que le pasaba.
- Tengo miedo – dijo Piquito
- Somos gorriones, y nuestro destino es volar – le espetó Adalberto.
- Ya lo sé, pero igual tengo miedo. El espacio es demasiado inmenso. Acá se está bien. Los humanos casi no salen y hasta descubrí que tienen dos gatos a los que no dejan salir porque saben que nos comerían. Me gusta esta seguridad.
- Piquito, no podemos quedarnos a vivir acá. Nuestra naturaleza está en el vuelo, en la libertad del vuelo. Nuestro padre nos sigue alimentado, pero ¿hasta cuando? Tenemos que aprender a encontrar nuestra propia comida, a experimentar nuestra propia libertad. El cielo es nuestro.
Piquito lo miró pensativo y luego de un rato le dijo: “Tal vez, pero aún no estoy listo, mis alas son muy pequeñas y acá se está bien.”
Adalberto sintió que no podría hacer nada para convencer a su hermano así que decidió seguir con su práctica de vuelo, que cada vez lo llevaba más y más alto.
Todos los días, el padre bajaba a alimentar a Piquito y Adalberto, ya experimentado en las artes del vuelo, se posaba sobre una de las paredes de la terraza y miraba cómo su hermano era alimentado por su padre, y pensaba “así no va a crecer nunca, espero que la naturaleza, con su sabiduría, sepa qué hacer con él.”
Y de hecho, la naturaleza intervino una noche, con una torrencial lluvia y vientos que tomaron a Piquito desprevenido, tanto, que la rama del laurel donde estaba durmiendo lo expulsó hacia el vacío, del otro lado de la pared de la casa. En caída libre, Piquito aterrizó sobre la base del árbol que estaba frente a la casa y allí buscó protección bajo una inmensa hoja hasta que pasara el temporal. Su corazón latía con fuerza, casi casi se había visto obligado a volar, muy a pesar suyo.
A la mañana siguiente, los rayos del sol lo despertaron, estaba empapado y comenzó a piar. Así estuvo varias horas, ya que su padre lo buscaba en la terraza, por precaución, nunca se aventuraba a volar a ras del suelo.
Los dueños de la casa, que también habían buscado a Piquito por toda la terraza, estallaron de alegría cuando lo vieron posado sobre una rama en el cantero del árbol. Enseguida aparecieron con migas de pan, avena y pasas de uva trituradas. Piquito comió abundantemente y se sintió contento en su nuevo espacio, aunque ruidoso y concurrido, era un paso más hacia su inevitable independencia.
Esa noche, ni bien cayó el sol, se aprestó a dormir, tal vez, al día siguiente, trataría de volar y ver hasta donde llegaba.
Por la mañana, lo despertó el piar de su padre, contento de haberlo encontrado sano y salvo. Le traía el desayuno y Piquito movía sus alas más que nunca, como queriendo indicar que el gran momento se estaba acercando.
Esa noche, mientras se acomodaba en la rama de costumbre, pensó que si el destino de un gorrión es volar y ser independiente, entonces no había que resistirse, tal vez, hasta le gustase.
Ni bien despuntó el sol, sin desayunar siquiera, pegó un salto, y otro, y otro, cada vez más y más alto, hasta que algo lo impulsó hacia arriba – ya estaba volando, así, casi sin proponérselo.
Miró hacia atrás mientras el torbellino de aire tibio lo hacía ascender y vio la terraza donde había pasado tantos días tranquilos, luego, el árbol frente a la casa, la preparación para este momento y se preguntó por los humanos que allí vivían y que, de alguna manera, lo habían protegido.
Pero no había que mirar atrás, sino adelante, a todos los desafíos que le esperarían en su relativamente larga vida, crecer, conocer el amor, tener su propia cría, darles de comer, verlos aprender a utilizar sus alas para, un día, dejarlos ir.
El aire matinal estaba fresco, Piquito se dejaba llevar, planeando cuando una corriente de aire le era favorable y de pronto, el azul del cielo lo envolvió, lo cobijó, lo acompañó, lo serenó y le permitió experimentar aquello a lo que tanto miedo le había tenido: la libertad.