Las 49 + 1

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Ultima serie de 50 obras sobre los Chakras

martes, 8 de abril de 2008

MI VIEJO Y YO II


El arte, poderosa herramienta sanadora, hasta del dolor más indescriptible. Procesé la muerte del viejo a través de la pintura, como en esta, "El último viaje". Antes, había escrito sobre sus últimos momentos, texto a ser incluído en "Un viaje circular":

Clínica de la Ciudad, Martes 13 de Junio de 2000

De la muerte de papá existen dos versiones, la que presenciaron los médicos y la que soñé yo.
La primera, la de los médicos, es la más desagradable. Nadie quiere morir lejos de su casa, de sus objetos, aún cayendo en la más profunda inconsciencia, rodeado de extraños en la cama de una clínica. Nadie quiere morir siendo uno más de los tantos que mueren día a día en clínicas y hospitales, anónimos cuerpos cuya historia se ignora, son solo un nombre que pasó por esa cama, que resultó ser su lecho de muerte.
Faltando pocos minutos para las 6 de la tarde de ese 13 de Junio, papá se descompensó, las diversas máquinas a las que estaba conectado empezaron a enviar señales alocadas y las enfermeras corrieron porque presentían que algo estaba yendo muy pero muy mal.
En cuanto se presentó el médico de turno, papá estaba semiinconsciente. Su pulso era muy lento, también su respiración, uno a uno los aparatos dejaron de trazar ondas alocadas hasta que éstas se convirtieron en una línea casi recta.
Todos hablaban a la vez, el médico impartiendo órdenes, las enfermeras controlando y maniobrando cada uno de los aparatos. Así fue por un par de interminables minutos al cabo de los cuales el médico admitió que no quedaba mucho por hacer, evidentemente se trataba de un paro cardíaco respiratorio.
Papá no sufrió, ni siquiera se dio cuenta de lo que sucedía, se fue en un momento en el que la respiración se arremolinó en su garganta como cuando el viento encuentra un pasadizo difícil de atravesar. Uno a uno se fueron apagando los signos vitales, el médico monitoreaba atentamente cada aparato para registrar la hora exacta en la que iba a producirse el deceso, la frialdad de lo legal y la frialdad de la muerte. La frialdad de morir en soledad.
El cuarto estaba frío, una luz azulada penetraba desde el exterior, donde había comenzado a hacerse noche, para papá, la noche más larga y azul de toda su existencia. La noche eterna.
Las enfermeras dejaron el cuarto, el médico cerró los ojos de papá con su mano y cubrió su cuerpo con una sábana. Desconectó todos los aparatos y tomó nota del nombre del paciente: Luis Domingo Formaiano.
Con suma eficiencia, telefoneó a la morgue del sanatorio para que vinieran a retirar el cuerpo.
Estaba por comenzar el horario de visita y afuera estaba esperando mi mamá, yo todavía no había llegado y me enteré por teléfono.
Cuando mamá me llamó para decírmelo se detuvo el tiempo y se congeló el espacio, se abrió un paréntesis en el discurrir de mi vida. Un paréntesis que todavía no se cerró. Fui conciente de haber sufrido la primer gran pérdida de toda mi vida, uno de los golpes más duros que el destino puede asestarnos. Aquello que no tiene respuesta, un encuentro con el vacío más absoluto y más temido, un encuentro con la muerte. La pérdida de quien nos dio la vida, de nuestro origen.

La otra versión de la muerte de papá ocurrió de la siguiente manera:

Durante sus últimos días papá sintió que algo se estaba desprendiendo lentamente de su cuerpo, no era totalmente conciente de los aparatos a los que se encontraba conectado, todo a su alrededor era una nebulosa de la que tanto en tanto asomaba una cara que hacía llorar a su corazón. Podía ser mi cara o la de mamá, él era solo conciente de nuestras voces, susurrando, mis caricias y mis besos, esos que nunca había experimentado pero que le hacían tanto bien, el resto era todo nebulosa.
Esa tarde, la nebulosa se hizo más densa que de costumbre y la habitación empezó a iluminarse de un color amarillo intenso, tan intenso que papá entrecerró sus ojos ante esa luz que le lastimaba. Pronto advirtió que, en realidad, estaba moviéndose hacia delante y hacia arriba. Por momentos le daba la sensación de estar meciéndose en una barca, el movimiento le traía paz, sólo quería dejarse llevar. Por primera vez en tanto tiempo sintió que una profunda paz se apoderaba de él.. Había comenzado el largo viaje final que todo ser humano emprende alguna vez y que es definitivo, sin retorno.
Sabía que no tenía sentido luchar contra la corriente, sólo había que dejarse llevar, del otro lado había gente esperándolo. Por un momento, un momento que pudo haber durado toda una eternidad, se vió a sí mismo de chico jugando en el patio de su casa, yendo a buscar a su novia, con un bebé en brazos, llorando abrazado a un adolescente, haciendo un asado, acariciando una perra, tomando un vaso de vino con un hijo adulto y la otra orilla, con esas caras conocidas y a la vez extrañas, a las que hacía tanto tiempo que no veía. Otra imagen, mamá entrando a la clínica, yo, sentado en el escritorio de una oficina. Sintió algo por nosotros dos que no podía clasificar – no era dolor, era mas bien como un sentimiento de aceptación, de que no había nada que pudiera hacer, este era el curso del destino. El cuarto era ahora de un amarillo dorado, iba hacia el sol, sentía calor, alivio, y en ese movimiento hacia delante y hacia arriba, sentía como se desprendía todo lo que lo había tenido atado a lo terrenal. Era como volver a nacer, como despertar, como volar.
Volaba hacia el cielo, hacia el sol, hacia la gloria absoluta e infinita de la que nunca volvería, como un ave maravillosa que es puro amor. Se desplegó hacia el Cosmos como una estrella que estalla en mil pedazos. Simplemente se dejó llevar, ya nada podía lastimarlo, el cancer no existía, solo existía este elixir de paz que estaba recorriendo sus venas, puro nirvana. En un instante estuvo muy lejos, se sentía en paz pero no podía decirlo ya que no tenía boca física para expresar palabras. De ahora en más no podría nombrar, solo sentir.
Los músculos de su cara comenzaron a distenderse, sus pensamientos entraron en un estado de sopor, su voz, queda, sólo pudo balbucear “madre, madre, acá estoy” y lo tragó la enceguecedora luz del sol. Un momento sublime, único, coronación de toda una vida: ser devorado por el calor, quemado por la luz, disuelto en energía, integrado al Universo.
Nunca más tuvo conciencia de haber sido quien fue, ahora estaba en otro plano, donde no existe el dolor, porque no hay cuerpo para sentirlo, donde el ser humano, la persona, se desintegra en moléculas de energía y es abrazado por el SER.

Todo vuelve al punto de partida.

Con la muerte de papá, quede absolutamente solo, pero con una sensación de soledad cósmica, vasta e intangible. Una soledad que no puede ser descripta porque está más allá de las palabras, es abismal.


1 comentario:

Natalia dijo...

Hola Luis!! Soy Natalia, la amiga de Law.
Siempre quise comentar este hermoso relato, ya que me identifica de tal manera que, al leerlo la primera vez, comprendí exactamente cada una de tus palabras. Me daba vergüenza escribirte.
Mi papá se fue el año pasado… el 19 de junio. Cancer. Nada es igual desde ese día…
Si bien tus palabras me entristecen y no puedo dejar de llorar al escribirte, a la vez me sorprende como los sentimientos de las personas frente a una pérdida así puede asemejarse tanto, gracias por expresarlo tan bien.
“Una soledad que no puede ser descripta porque está más allá de las palabras, es abismal.”