Las 49 + 1

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Ultima serie de 50 obras sobre los Chakras

martes, 6 de marzo de 2012

LA DE LAS LAGRIMAS - (o La primer mujer golpeada que conocí en mi vida)

El año 1980 me encontraba viviendo en Londres. Alquilaba una bedsit – que proviene de bed sitting room - en el barrio de Kensington. Todavía me quedaba dinero para darme ese lujo, vivir a un par de cuadras del Palacio de Kensington. Lo que no era un lujo era la casa, otrora vivienda de familias pudientes. Muchos solían invertir en la compra de esas elegantes casas, separando los amplios cuartos con un material de ínfimo espesor. Luego rentaban cuartos a estudiantes extranjeros. Entre ellos me encontraba yo, conviviendo en una casa de tres pisos con vecinos de Dinamarca, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, entre otros.
Una mañana, saliendo de mi cuarto para ir a trabajar, me crucé con quien vivía en la bedsit de al lado, una muchacha, baja de estatura, vestida con un colorido salto de cama y el pelo negro azabache totalmente revuelto. Sin decir palabra, se encaminó hacia la escalera que llevaba al baño que compartíamos todos los del segundo piso. No la había visto antes, por lo que asumí que estaba recién mudada. Esa misma noche, al volver del trabajo, pude escuchar voces a través de la pared, vivía con un hombre. El tono de voz de él era mucho más alto que el de ella y ella apenas susurraba cuando hablaba.
Con el paso de los días, también me di cuenta que uno de los dos trabajaba de noche, ya que una madrugada me había despertado el portazo del cuarto y el sonido de la voz de él. Supuse que él recién había llegado y le contaba algo. Poco después, me pareció escuchar un llanto de mujer, casi ahogado. Mientras me dormía nuevamente el llanto se convirtió en gemidos cada vez mas fuertes, lo que indicaba que estaban haciendo el amor.
Me volví a cruzar con ella un par de veces, siempre de mañana, totalmente desgreñada, camino al baño.

Una noche, volviendo a casa, bajando por Kensington Church Street desde Notting Hill, una desconocida me saludó. Devolví el saludo sin saber de quien podía tratarse. Era una mujer bellísima, espléndidamente vestida con un vestido largo color dorado, con motivos en verde pálido y zapatos altísimos, brillantes como oro, de un material que desconocía. Llevaba muchas alhajas, unos aros enormes y su maquillaje y su pelo, oscuro y ondulado le daban la apariencia de una diosa. Ella notó el desconcierto en mi cara y en perfecto inglés me dijo que era mi vecina del cuarto de al lado. Me quedé sorprendido, no podía ser, ambas imágenes, la matinal y ésta, no tenían nada que ver. Le sonreí antes de continuar mi camino y de decirle que esperaba que se divirtiera en la fiesta a la que iba. Ella me respondió que dependía de cómo viniera la noche. Seguí bajando por la calle hasta que me di nuevamente vuelta y la vi subir a un auto.

Esa madrugada, cuando la puerta de al lado se cerró de otro portazo y me desperté sobresaltado, me di cuenta que quien trabajaba de noche era ella y él era quien la recibía y le decía algo. Poniendo atención a sus palabras pude escuchar que le pedía dinero, no cesaba de decir “cuanto”, “cuanto”, “pero cuanto”. Hubo silencio y después un golpe, como de un puño sobre una mesa. Minutos después, un grito ahogado que fue subiendo en intensidad, hasta que se ahogó nuevamente, como cuando a alguien le tapan la boca con la mano. Siguieron cachetazos y zamarreadas. Ella lloraba, como aquel primer llanto que había escuchado. No me pude volver a dormir. Esa noche no hubo sexo, alguien se fue, porque escuché otro portazo.

Era sábado, mientras meditaba sobre lo que había escuchado en el cuarto de al lado, sentí un golpe muy suave en mi puerta. Como no respondí de inmediato se repitió con más urgencia. Al abrir, la encontré a ella, la diosa de la noche anterior convertida en un despojo humano, tenía un ojo negro y moretones en los brazos, el deshabillé estaba rasgado, estaba descalza y temblaba. La invité a pasar y me dijo que no, que necesitaba que la ayudara a bañarse, le dolía mucho el cuerpo y no podía hacerlo sola. No conocía a nadie más en la casa. Perplejo le pregunté por su novio. Me dijo que el no volvería por todo el fin de semana.

Una vez en el baño, se quitó el deshabillé y se metió en la bañera. Yo miraba hacia la ventana, sin saber que decir, sin saber qué esperaba que hiciera. Me dio la esponja y me pidió que la acariciara con ella. Me arrodille frente a la bañera y comencé a lavarla suavemente, evitando tocar las zonas golpeadas. Y entonces ella habló. Me dijo que su nombre era Dikeledi, que en inglés significa “la de las lagrimas”, que provenía de Sudáfrica y que el hombre con el que vivía era Iraní. Que el la tenía dominada, casi presa, la obligaba a prostituirse y a entregar todo el dinero que ella recibía. Solo podía gastarlo en embellecerse para sus clientes. Que nunca me había saludado en la casa porque si el se enteraba que interactuaba con algún vecino, podía llegar a matarla, porque además era muy celoso. Por eso la poseía último, luego de que ella hubiera pasado por otros hombres durante sus largas noches de trabajo. Mientras hablaba con esa voz suave que reconocí, le caían lágrimas que se disolvían en el agua jabonosa de la bañera. No me miraba, miraba hacia delante, como si estuviera sola. Tenía mil preguntas para hacerle pero le hice una sola, a quien había pedido ayuda, quien sabía que esto sucedía, solo me respondió, “nadie lo sabe, tengo miedo.”
Cuando se levantó, la envolví en un toallón y la abracé.

Pasaron varios días y no volví a verla, ni en la calle ni saliendo del cuarto. Me ausenté por una semana al sur de Inglaterra, siempre pensando en Dikeledi, la de las lagrimas. Yo no sabía que hacer, con los iraníes mejor no meterse y si me metía tal vez terminaba perjudicándola a ella.
Cuando regresé a Londres me crucé con una joven dinamarquesa que vivía en el último piso. Y entonces me enteré. Una noche, los gritos eran tan fuertes que los vecinos decidieron llamar a la policía. Nadie salió de su cuarto, el llamado lo hizo un muchacho desde la cabina telefónica que estaba en la esquina de la casa. Cuando la policía llegó, ya todo había terminado. El iraní se había escapado con sus pertenencias y Dikeledi yacía muerta en la cama. La autopsia reveló que había sido estrangulada.
Sentí que un rayo me partía en dos, recordé su cuerpo envuelto en el toallón, su suave voz, los barrotes imaginarios, su miedo y el mío. ¿Fui cobarde? ¿Podría haberla salvado? ¿O mis 23 años justificaban el que no supiera que hacer ante una situación que nunca antes había vivido en mi vida?
Cuando subí a mi cuarto, vi la puerta entreabierta del cuarto de Dikeledi. Estaba vacío y en penumbras. Abrí lentamente la puerta y encendí la luz, en una esquina, tapado por la cortina, algo brillaba. Me acerqué solo para descubrir que se trataba de uno de sus zapatos dorados, esos de taco tan alto que casi permitían que Dikeledi tocara las estrellas.

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